Dignidad humana

12.5.09

Maternidad

La maternidad es la roca del alma para el hijo, el corazón de la mujer y la felicidad que habita en el esposo. Ser madre es ser incondicional, es vivir para los seres queridos. Las personas, despojadas de sus madres, serían dramáticas marionetas de un mundo errático. Desde luego no me refiero tan solo a una maternidad biológica sino también espiritual, de acompañamiento humano con el ejemplo, el servicio, la exigencia y el cariño. Por este motivo hay huérfanos que pueden encontrar una auténtica nueva madre y mujeres que, sin haber concebido un hijo, encarnan una maternidad operativa y decisiva para las chicas o los chicos a los que atienden. La maternidad es un mirar hacia, una intuición comprensiva superior a cualquier razonamiento. Se trata de una relación tan fuerte que establece los vínculos más primordiales entre los seres humanos. Genera las más auténticas sonrisas y establece con los hijos los más sencillos y mejores juegos. Maternidad y filiación son tendencias profundas y simultáneas que posibilitan la entidad de la persona misma. Ser madre es querer constituir en vida el amor por el esposo, vivir más, realizar la feminidad en la dura y entrañable pedagogía del amor sabio.

Ser madre es compartir con el esposo tareas del hogar, aventajando al marido en soltura, gracia y economía. La maternidad se extiende a una multitud de cosas: El mantel de la merienda, la camisa que combina bien, el tenue buen olor del hogar, el guiso acertado, la negación precisa a un capricho inconveniente de un hijo, lo cotidiano hecho con encanto, el genio, el realismo de una vida que sabe vivir con alegría y encara la muerte pensando en los demás.

Las cosas hoy son complejas porque se han perdido capacidades de ver lo evidente. Por este motivo cambiamos ahora el ritmo de la narración. Pese al actual auge mediático de la ideología de género, seguimos pensando – bruscamente- que el pecho femenino es algo especialmente apropiado para dar de mamar. La intuición felina con la que hago tan arriesgada afirmación se basa en el hecho de que todos los mortales nos hemos alimentado de los benditos pechos de nuestras madres.

Un pecho que da vida no sólo da la leche del cuerpo, sino la del espíritu: el de la maternidad y la familia. Esta vitalidad genuinamente femenina es la fuerza de la tierra y de la humanidad. Tal casta de maternidad construye una biografía de biografías: un hogar; el último baluarte contra los tiranos. El temple y la decencia de la madre modela una familia, a la vez que encuentra en sí misma un manantial de ingenio y de eternidad.

El hombre, perenne marmolillo –excepto en sus raptos de juventud- gira inconsciente y atolondrado en torno a su verdadero eje o quicio: su mujer. Y el hecho de que prospere ahora el desquiciamiento no es otro que la ruptura de ese eje. Cuando un hombre y una mujer construyen, con los ladrillos de los días y el cemento de un amor entregado, su casa y su familia, se construyen y se aseguran a sí mismos. Cuando hombres y mujeres revolotean divorciándose y volviéndose a casar en matrimonios de papel de fumar no habitan en hogares, sino en grutas: porque sus espíritus pueden ser como cuevas de atractiva entrada pero de tenebrosa e incapaz acogida; sus entrañas se llenan de murciélagos.

Una feminista americana dijo que la familia es un “confortable campo de concentración”. Ocurre precisamente lo contrario: la familia es una concentración de campo confortable; si se cultiva. La madurez consiste en trabajar para conseguir fruto; no en disfrutar trabajosa y estérilmente.

Es estupendo que una mujer sea presidente del gobierno, por ser capaz; no por ser mujer. Es fantástico que el hombre cocine en la casa, si aprende a cocinar. Pero es esperpéntica la situación que desatiende y discrimina a la familia, al son del berrido del cuerno progresista. Chesterton decía que quien se rebela contra la familia se rebela contra la humanidad; a mi me parece que se rebela también contra sí mismo.

Cuando pase este otoño de decadencia, dispersando las hojas muertas, siempre llega la primavera revigorizante de la vida. Allí siempre está el rostro amable y acogedor de una madre, donde uno puede reconocerse como un ser humano.


José Ignacio Moreno Iturralde