El encandilamiento del mundo

Dicen los astrónomos que algunas estrellas del firmamento ya no existen; se extinguieron hace millones de años, pero están tan lejos que su luz nos llega todavía. Personalmente, de lo que si que estoy seguro es de que existe un número ilimitado de estrellas. En cierta relación con lo anterior hay una pregunta: ¿Cuántos hombres han existido y existen sobre la tierra? Un número ilimitado. La conclusión es clara: cada hombre tiene una estrella.
“Algunos nacen con estrella y otros estrellados”. Este tópico no convence porque incluso estrellándose uno puede encontrar su lucero. En toda cabeza humana puede haber niebla, frío, oscuridad o grietas; pero hay una luz, más o menos profunda, que pugna por salir al mundo exterior. Se trata de un faro que mira adelante y hacia arriba, buscando una guía. También por las proximidades del esternón existe una especie de lugar central que esconde un fogón vivo; el fuego de un hogar. Esto es así porque solo desde el calor familiar uno puede aventurarse a alcanzar una estrella: la suya propia.
Un mundo sin estrella es un mundo ciego, estúpido, sin color y sin sentido. Un mundo sin fogón es un lugar frío, inhumano, un erial para la guerra En esos mundos perdidos se instala la aceleración y la angustia, quizás la risotada de careta sin rostro, la desconfianza y el miedo. Todo su fracaso consiste en pensar que son luz y fuego para sí mismos. Sin embargo, cuando se acepta que la mente se ilumina gracias al firmamento y que una tea interior es prendida desde fuera de nosotros mismos, entonces se puede vivir en armonía con la realidad. Surge la ilusión, el encantamiento del mundo. Si llega el zarpazo del dolor o de la oscuridad la persona sabe que el sentido y el color no han dejado de existir y que más adelante, quizás muy pronto, volverá a redescubrir con mayor madurez las sendas, los bosques, la luz y el hogar. Aunque se presentara el telonazo de la muerte, que parece oscuridad, existe un misterio luminoso. Como dice Chesterton nuestro yo está más allá de las estrellas.
“Algunos nacen con estrella y otros estrellados”. Este tópico no convence porque incluso estrellándose uno puede encontrar su lucero. En toda cabeza humana puede haber niebla, frío, oscuridad o grietas; pero hay una luz, más o menos profunda, que pugna por salir al mundo exterior. Se trata de un faro que mira adelante y hacia arriba, buscando una guía. También por las proximidades del esternón existe una especie de lugar central que esconde un fogón vivo; el fuego de un hogar. Esto es así porque solo desde el calor familiar uno puede aventurarse a alcanzar una estrella: la suya propia.
Un mundo sin estrella es un mundo ciego, estúpido, sin color y sin sentido. Un mundo sin fogón es un lugar frío, inhumano, un erial para la guerra En esos mundos perdidos se instala la aceleración y la angustia, quizás la risotada de careta sin rostro, la desconfianza y el miedo. Todo su fracaso consiste en pensar que son luz y fuego para sí mismos. Sin embargo, cuando se acepta que la mente se ilumina gracias al firmamento y que una tea interior es prendida desde fuera de nosotros mismos, entonces se puede vivir en armonía con la realidad. Surge la ilusión, el encantamiento del mundo. Si llega el zarpazo del dolor o de la oscuridad la persona sabe que el sentido y el color no han dejado de existir y que más adelante, quizás muy pronto, volverá a redescubrir con mayor madurez las sendas, los bosques, la luz y el hogar. Aunque se presentara el telonazo de la muerte, que parece oscuridad, existe un misterio luminoso. Como dice Chesterton nuestro yo está más allá de las estrellas.
José Ignacio Moreno Iturralde
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