Un humanismo de pacotilla
Por JUAN MANUEL DE PRADA (ABC 14.IX)
COINCIDÍAN hace unos días en este periódico dos muy sagaces piezas periodísticas que desenmascaraban cierta perversidad disfrazada de un humanismo de pacotilla que caracteriza nuestra época, a través de la exposición de sendas paradojas hirientes. En la Tercera de ABC, publicaba Olegario González de Cardedal un luminoso artículo en el que confrontaba el ímpetu desenterrador de los muertos antiguos alentado por la llamada «memoria histórica» con la moda de aventar las cenizas de los muertos recientes. Nada más legítimo que el deseo de recuperar los restos fúnebres de quienes fueron ejecutados y después arrojados en una zanja o fosa común, indignamente sepultados por el río turbio de la Historia. Pero este deseo, azuzado desde instancias políticas con fines interesados, contrasta con otro fenómeno cada vez más extendido, que consiste en dispersar las cenizas de los difuntos en los parajes más estrafalarios y hasta indecorosos. Estoy seguro de que, si nos propusiéramos buscarlo, encontraríamos a un tío que, a la vez que denodadamente se esfuerza por recuperar los restos de su abuelo asesinado en la Guerra Civil, para salvarlos del olvido, entrega al mismo los restos de su padre, arrojando sus cenizas en cualquier andurrial o desmonte, privándolo de reposar en una sepultura que testimonie su paso por la tierra y también la «memoria de amor y esperanza» que, desde que el mundo es mundo, se tributa a los muertos.
El mismo día que se publicaba esta hermosa Tercera de González de Cardedal, aparecía en la sección de Cartas al Director una firmada por Fulgenio Espa Feced en la que se exponía otra paradoja estremecedora, esta vez con sus ribetes de cinismo. A la vez que autoriza la experimentación con embriones, privándolos de su derecho a vivir, el Ministerio de Sanidad español financia una campaña publicitaria contra el consumo de tabaco en la que se alerta que las vidas gestantes padecen en una proporción nada exigua las consecuencias del hábito fumador de sus progenitores. Resulta, cuando menos, pintoresco que desde la misma instancia se desee proteger a un embrión de los efectos nocivos del tabaco cuando no se le reconoce su derecho más elemental a existir, a ser persona. Hemos de deducir, pues, que la protección que se otorga a la vida embrionaria ya no dimana de su propia existencia, sino que es puramente instrumental y caprichosa: hay embriones valiosos, porque sirven para concienciar a la gente sobre los efectos nocivos del tabaco; y hay embriones que pueden ser inmolados sin reparos, porque sólo son un conglomerado de células al servicio de dudosos intereses científicos.
En uno y otro caso, nos topamos con una actitud puramente utilitaria ante la existencia humana, inmolada en un altar de fines coyunturales o adventicios. Los seres humanos ya no poseen una dignidad intrínseca, sino que pueden ser enarbolados como espantajos reivindicativos o ser arrojados a las tinieblas de la desmemoria, según convenga. Se entroniza así una concepción puramente «funcional» del ser humano: existen vidas «útiles» (aquellas cuya dignidad merece defenderse, no por su valor intrínseco, sino porque su defensa depara réditos ideológicos) y vidas «inútiles», meros despojos que pueden ser tratados como tales, porque su dignidad ya no es algo inscrito en su naturaleza, sino un reconocimiento que se les otorga o se les niega a discreción, por razones de pura conveniencia. Semejante perversión hunde su raíz en la imposición de cierto humanismo de pacotilla que aspira a una fraternidad imposible, que es la fraternidad de quienes no tienen un padre común. Cuando al hombre se le extirpa de Dios, se le extirpa también de la razón última de su dignidad; y, desde ese preciso instante, el hombre deja de ser sagrado, para convertirse en engranaje de una maquinaria: será respetado mientras la maquinaria lo precise para su buen funcionamiento; cuando se convierta en un estorbo, la maquinaria lo triturará sin vacilación, aunque siempre con coartadas irreprochablemente «humanistas».
COINCIDÍAN hace unos días en este periódico dos muy sagaces piezas periodísticas que desenmascaraban cierta perversidad disfrazada de un humanismo de pacotilla que caracteriza nuestra época, a través de la exposición de sendas paradojas hirientes. En la Tercera de ABC, publicaba Olegario González de Cardedal un luminoso artículo en el que confrontaba el ímpetu desenterrador de los muertos antiguos alentado por la llamada «memoria histórica» con la moda de aventar las cenizas de los muertos recientes. Nada más legítimo que el deseo de recuperar los restos fúnebres de quienes fueron ejecutados y después arrojados en una zanja o fosa común, indignamente sepultados por el río turbio de la Historia. Pero este deseo, azuzado desde instancias políticas con fines interesados, contrasta con otro fenómeno cada vez más extendido, que consiste en dispersar las cenizas de los difuntos en los parajes más estrafalarios y hasta indecorosos. Estoy seguro de que, si nos propusiéramos buscarlo, encontraríamos a un tío que, a la vez que denodadamente se esfuerza por recuperar los restos de su abuelo asesinado en la Guerra Civil, para salvarlos del olvido, entrega al mismo los restos de su padre, arrojando sus cenizas en cualquier andurrial o desmonte, privándolo de reposar en una sepultura que testimonie su paso por la tierra y también la «memoria de amor y esperanza» que, desde que el mundo es mundo, se tributa a los muertos.
El mismo día que se publicaba esta hermosa Tercera de González de Cardedal, aparecía en la sección de Cartas al Director una firmada por Fulgenio Espa Feced en la que se exponía otra paradoja estremecedora, esta vez con sus ribetes de cinismo. A la vez que autoriza la experimentación con embriones, privándolos de su derecho a vivir, el Ministerio de Sanidad español financia una campaña publicitaria contra el consumo de tabaco en la que se alerta que las vidas gestantes padecen en una proporción nada exigua las consecuencias del hábito fumador de sus progenitores. Resulta, cuando menos, pintoresco que desde la misma instancia se desee proteger a un embrión de los efectos nocivos del tabaco cuando no se le reconoce su derecho más elemental a existir, a ser persona. Hemos de deducir, pues, que la protección que se otorga a la vida embrionaria ya no dimana de su propia existencia, sino que es puramente instrumental y caprichosa: hay embriones valiosos, porque sirven para concienciar a la gente sobre los efectos nocivos del tabaco; y hay embriones que pueden ser inmolados sin reparos, porque sólo son un conglomerado de células al servicio de dudosos intereses científicos.
En uno y otro caso, nos topamos con una actitud puramente utilitaria ante la existencia humana, inmolada en un altar de fines coyunturales o adventicios. Los seres humanos ya no poseen una dignidad intrínseca, sino que pueden ser enarbolados como espantajos reivindicativos o ser arrojados a las tinieblas de la desmemoria, según convenga. Se entroniza así una concepción puramente «funcional» del ser humano: existen vidas «útiles» (aquellas cuya dignidad merece defenderse, no por su valor intrínseco, sino porque su defensa depara réditos ideológicos) y vidas «inútiles», meros despojos que pueden ser tratados como tales, porque su dignidad ya no es algo inscrito en su naturaleza, sino un reconocimiento que se les otorga o se les niega a discreción, por razones de pura conveniencia. Semejante perversión hunde su raíz en la imposición de cierto humanismo de pacotilla que aspira a una fraternidad imposible, que es la fraternidad de quienes no tienen un padre común. Cuando al hombre se le extirpa de Dios, se le extirpa también de la razón última de su dignidad; y, desde ese preciso instante, el hombre deja de ser sagrado, para convertirse en engranaje de una maquinaria: será respetado mientras la maquinaria lo precise para su buen funcionamiento; cuando se convierta en un estorbo, la maquinaria lo triturará sin vacilación, aunque siempre con coartadas irreprochablemente «humanistas».
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