Dignidad humana

25.9.06

Salud reproductiva e deología de género

Los límites pueden ser vistos, a veces con acierto, como injustos pesos para la libertad. Pero los límites suponen precisamente, en muchas otras ocasiones, las condiciones de posibilidad de nuestra libertad personal. Hasta tal punto es importante este tema que me atrevería a decir que el respeto o la trasgresión de los límites es la cuestión humana más neurálgica. Los límites impuestos por ideologías totalitarias y sistemas injustos son radicalmente despreciables, como nos ha enseñado el duro siglo pasado. Pero ahora se pretenden franquear los límites de la propia naturaleza. El llamado progresismo se caracteriza, entre otras cosas, por el desafío a los límites naturales. Quisiera destacar dos cuestiones directamente relacionadas con esta problemática: la salud reproductiva y la ideología de género. Son dos temática de las que se hablará, con toda seguridad, en la Cumbre del Milenio+5, que tendrá lugar este mes de septiembre en Nueva York.

La salud reproductiva es un término que poco tiene que ver con una reproducción saludable. Se trata más bien de desvincular, de una vez por todas, la sexualidad de la reproducción. Tener relaciones sexuales sin riesgo de tener hijos, siempre que así se deseé, ni enfermedades. Para esto se fomentan las medidas antinatalistas: anticonceptivas y abortistas. Se trata de desvincular dos aspectos unidos por la naturaleza porque no hay ningún motivo para respetar la naturaleza. Lo paradójico de esta cuestión es que el hombre se reduce a sí mismo a naturaleza biológica sofisticada al no reconocer nada por encima de la naturaleza. El problema de fondo que surge es que si no respeta a su naturaleza no tendrá por qué respetarse así mismo. Por este motivo es más sencillo promover el desarrollo de los pobres reduciendo su natalidad que invirtiendo dinero y esfuerzos en poner en marcha su educación y economía.

La ideología de género supone la libre elección del propio sexo al margen del que se tenga por naturaleza. Se considera un amor maduro al que existe entre homosexuales o transexuales; tan maduro como desvinculado de la tutela de la naturaleza; esa antañona y antipática madrastra. No deja de ser curioso que todo género viene de una generación, y que toda generación proviene necesariamente de un elemento masculino y de otro femenino. De este modo la ideología de género es la de un género que no genera, que es estéril, infecundo. El amor, así entendido, no es fructífero, no se encarna; el amor es ahora afecto y deseo. Este deseo es consciente de su falta de herencia propia, de surco, de estela; por eso, en el fondo, es un amor a la desesperada, algo que no puede dejar con paz al corazón.

Los límites de la naturaleza no son siempre saludables, como podemos observar en las enfermedades heredadas. La naturaleza no es perfecta, como ponen de manifiesto los tifones. De esas deformaciones no tenemos culpa y nos sentimos urgidos a remediarlas en la medida de nuestras posibilidades. Sin embargo, lo que resulta cínico a la vista de la historia , es no verificar las deformaciones de nuestro exceso de ambición y de nuestra falta de ética. Romper los diques de nuestras leyes naturales de reproducción e identidad sexual puede parecer auténtico y progresista, pero es tan peligroso como romper los diques de Nueva Orleáns.

Detrás de toda esta cuestión late el problema del respeto. Si la naturaleza humana, en su estructuración normal, no es digna de respeto; tampoco lo puede ser el hombre mismo en su íntegra biografía. Por este motivo la humanidad tiende a restringirse a sus momentos de apogeo material y a no considerarse como una instancia incondicionada al márgen de su calidad de vida: obsérvese el problema de los embriones humanos congelados, el hambre pavorosa de los países marginados, o el fomento de la eutanasia. Tras la defensa de la autonomía personal a ultranza hay un criterio insolidario con los más necesitados. Se incurre, sin pretenderlo, en una mala suerte de fascismo donde el imperialismo del yo acaba arrasando a las posesiones de la naturaleza para terminar finalmente en una especie de suicidio.

Progresar no es dejar de ser hombres y mujeres. El día que el estómago se independice de la molesta tarea de la digestión y el pulmón de la rutinaria tarea de respirar quizás hayamos progresado tanto que estemos muertos. Progresar es partir de lo que somos, aceptarnos en nuestra naturaleza –no sin esfuerzo y lágrimas porque tenemos defectos y carencias- para entrar en armonía con todo lo demás; y así poder contemplar con alegría de gratitud un cosmos cuajado de sentido, en ocasiones misterioso, donde ser feliz es algo posible para el espíritu humano.


José Ignacio Moreno Iturralde

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