Debilidad y fuerza de la familia
El secreto del éxito de una vida con tantos condicionamientos es hallar algunos principios incondicionados. Entre los que se pudieran buscar destacan la paternidad, la maternidad y la filiación. Madres no hay más que una; padres no hay más que uno; cada hijo es único para su padres. Cualquiera de ellos puede ser un santo o un bellaco, un puritano o un pagano, un temperamento o un marmolillo; pero lo que siempre será es padre, madre o hijo. Ese triángulo de la vida es mayor que cualquier sentimiento o apetencia. La paternidad-maternidad y la filiación son los ejes de una brújula que señala algo más allá de si misma: un norte de amor que apunta más alto que las estrellas.
Aunque acabe en la cárcel o gane el Nobel cuento con mi identidad filial; con mis coordenadas de referencia en este mundo. Pero las referencias no son elegidas por mi: nadie se fabrica un plano para salir de un bosque o un desierto; nadie, excepto un loco. Aceptar el mapa de la vida es tan poco libre como preguntar por una calle que se desconoce y tan responsable como parar ante una señal que impide el salto a un abismo.
Cuando una civilización, como la nuestra, condiciona los principios incondicionados de la paternidad, la maternidad y la filiación, los destroza porque se basaban en una confianza absoluta. Una sociedad en la que cunde la desconfianza es una sociedad que no aprecia lo que es ser fiel y, sin este firme baluarte de esperanza, no se puede vivir humanamente. Aparecen entonces la acción frenética, el desencanto enfermizo, la esterilidad y la soledad –en ocasiones consecuencia del egoísmo-.
Los principios más inocentes y traicionables son nuestras más íntimas fuerzas. La ingenuidad de la inocencia es el fundamento de todo derecho digno. Inocencia que, al ser tantas veces destrozada, manifiesta no su debilidad sino su tremenda fortaleza. Sólo esa inocencia es eterna: si no lo fuera, todo el mundo sería una mentira; pero la mentira es incapaz de engendrar realidad y vida. Es por lo que un mundo con tanta mentira distorsiona la familia y mata la vida. Sin embargo la mentira se devora a si misma y, en su trágica y suicida inmolación, sólo sirve para marcar el límite de las sombras ante la luz; la luz del hogar: del padre, la madre y los hijos.
José Ignacio Moreno Iturralde
Aunque acabe en la cárcel o gane el Nobel cuento con mi identidad filial; con mis coordenadas de referencia en este mundo. Pero las referencias no son elegidas por mi: nadie se fabrica un plano para salir de un bosque o un desierto; nadie, excepto un loco. Aceptar el mapa de la vida es tan poco libre como preguntar por una calle que se desconoce y tan responsable como parar ante una señal que impide el salto a un abismo.
Cuando una civilización, como la nuestra, condiciona los principios incondicionados de la paternidad, la maternidad y la filiación, los destroza porque se basaban en una confianza absoluta. Una sociedad en la que cunde la desconfianza es una sociedad que no aprecia lo que es ser fiel y, sin este firme baluarte de esperanza, no se puede vivir humanamente. Aparecen entonces la acción frenética, el desencanto enfermizo, la esterilidad y la soledad –en ocasiones consecuencia del egoísmo-.
Los principios más inocentes y traicionables son nuestras más íntimas fuerzas. La ingenuidad de la inocencia es el fundamento de todo derecho digno. Inocencia que, al ser tantas veces destrozada, manifiesta no su debilidad sino su tremenda fortaleza. Sólo esa inocencia es eterna: si no lo fuera, todo el mundo sería una mentira; pero la mentira es incapaz de engendrar realidad y vida. Es por lo que un mundo con tanta mentira distorsiona la familia y mata la vida. Sin embargo la mentira se devora a si misma y, en su trágica y suicida inmolación, sólo sirve para marcar el límite de las sombras ante la luz; la luz del hogar: del padre, la madre y los hijos.
José Ignacio Moreno Iturralde
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